Es lunes, primero de junio. Helena y yo emprendemos viaje hacia Vinaròs. He saldado mi deuda con la inmobiliaria y, puesto que este curso ya no volveremos al Leo, voy a desmontar mi pequeño apartamento de la Avenida Castelló. Hemos pensado que a la vuelta, llamaremos al amigo del alma, Joan Roig y comeremos con él en Alcossebre, en su casa, frente al mar. Vamos un poco somnolientas, pero pensando que nos espera un día estupendo.
Dos horas de viaje, por una autopista que, desde enero, ya no es de peaje. Pero a la altura de Borriol nos equivocamos y cogemos ruta hacia SantMateu. Por aquí se va a Morella. Y eso que conduce Helena.
Dos horas de viaje, por una autopista que, desde enero, ya no es de peaje. Pero a la altura de Borriol nos equivocamos y cogemos ruta hacia SantMateu. Por aquí se va a Morella. Y eso que conduce Helena.
Llegamos un poco más tarde de lo previsto a las puertas del Instituto. Es el primer día que se incorpora el personal no docente. Están acondicionando el espacio físico a las nuevas medidas que regirán en septiembre, cuando se incorpore el alumnado.
Está Javier Ferrer, el secretario. Me alegro y se alegra de verme. Intercambiamos comentarios. Devuelvo el manojo de llaves. Teresa anota que he estado aquí y nos vamos a por mis cosas.
Tengo una sensación muy extraña al entrar en el piso. Se ha quedado todo como hibernado, suspendido en un sábado 13 de marzo. Los limones, las naranjas que dejé en el frutero sobre el banco de la cocina están completamente cubiertos de polvo verde. Llenos de bichitos. No sé si armarme con una lanza, como D. Quijote, para abrir la puerta de la nevera....
¡Por Dios lo que debe haber ahí dentro!
Un trozo de salmón que gruñe como un troll. Los dos troncos de brócoli parecen los árboles vivientes del jardín encantado del Mago de Oz. La escarola es como la cabeza de la malvada medusa. Y los huevos han hecho amistad con los yogures caducados. La botella de leche fresca hace dos meses y medio que dejó de serlo. Las patatas y las cebollas se han cocinado ellas mismas en su podredumbre. Lo tiro todo en bolsas que voy bajando al contenedor mientras Helena llena maletas y cajas con toda mi ropa. No me extraña que dijeras que no volverás a comprarte ropa en lo que te queda de vida. Me dice sarcástica. Es que había enfrente del Mercadona una tienda vintage muy barata ...
Los libros, los apuntes, los ejercicios desparramados sobre la mesa. Yo comía con una bandeja apoyada en una silla mirando la televisión. Manías solitarias.
Cuando ya tenemos todo cargado en la Picasso, en el último viaje, mientras yo cierro el piso y le doy dos vueltas a la llave, oigo a Helena ... Mamá!!!!! Se me ha caído la llave del coche por el hueco del ascensor. Lo que faltaba. Son las dos y media de la tarde. Llamo a la de la inmobiliaria que me viene a decir que me las apañe como pueda. Llamo al número que figura en el ascensor. Hasta las tres no llega el mecánico. Nos vamos a pasear a la Platja del Clot.
Le hago una foto a Helena, donde tantos amaneceres me fotografié yo. Le enseño la terraza de LaLola Café, la casa de Miguelito, el pequeño, el enano torero, que no aparece por ninguna parte, le señalo Peníscola. Y me llaman del servicio técnico que el mecánico llegará en quince minutos.
Así es. Visto y no visto, consigue recuperar la llave del foso, lleno de agua. Menos mal que no era electrónica.
A las cuatro y media nos comemos dos bocadillos y una ensalada en la terraza del Bar Sevilla de Benicarló, regentado por unas chicas colombianas. Y vemos cómo funciona la gente con las nuevas medidas sanitarias en los establecimientos públicas.
Al pasar a la provincia de Valencia, hay un control de la Guardia Civil y nos hacen parar. Llevamos el coche a tope. Le explicamos al agente cuál ha sido el motivo de nuestro viaje entre provincias. Y después de dudar un rato mientras lee mi carnet del Leo y el papel de la inmobiliaria nos deja seguir. Uf!
Por fin estamos cerca de casa. Hemos emprendido ya la comarcal que nos lleva a La Matandeta. A la altura de la gasolinera de los taxistas, hay mucha policía, dos ambulancias y un hombre en el suelo al que están tratando de reanimar. No cometemos el error del efecto mirón. Y seguimos.
Por fin! Ya hemos llegado. ¡Qué bien se está en casa!